martes, 21 de octubre de 2008
Ojos a la vida (la justicia)
Se despreocupó tanto por su estado de salud que supo que no podía ser la misma mujer alada de siempre. Con el rostro blanco, frío y esa sonrisa macabra que intentaba consolar los años viejos; sin ser la doncella de antes se fue desnudando poco a poco con mucha sensualidad. El tiempo no le dio tantos besos y abrazos como sus amantes adinerados.
Con las canas sobre la cara asomó la vista por la ventana, pudo ver el centenar de luces amarillentas del pueblo. Sus recuerdos aterradores la enmudecieron; se preguntó a sí misma si todo lo vivido; si lo aprendido, le serviría para saber morir con dignidad.
Con su café amargo se sentó en la cama, lo bebió casi por completo de un sólo trago y arrojó la taza al piso. Se acostó sobre la cama; se abrazó con fuerza, sintiendo el calor de sus manos; el frío de sus labios. Su cuerpo comenzaba a helarse como su amor ya extinto; apagado en sus noche de prostituta, cuando la ambición la hizo olvidar su misión.
Cerró los ojos, los sintió llenos de lagrimas, de olvido; ahora quien se podía acorarse de ella si ella misma se había hecho olvidar. Su cuerpo se estremeció al no poder llorar gritando, escupiendo el asco que sentía; como si eso fuera lo más horrendo de este mundo. Y abrió los ojos de sus ojos; gritó con la voz de su voz; se encontró refundida en su propia cárcel, ignorándolo siempre. Culpando a sus malos amores que con la luna llena se encendían como el fuego de las caricias húmedas de su vientre.
Vio su dinero roído por el maldito desprecio a ella misma, creyendo que ese color dorado de valor único le otorgaría la felicidad y la libertad; que nunca tuvo pero por la cual algún día luchó (Por la libertad, el respeto, la tolerancia, por la vida misma). Siempre buscó y buscó, y cayó lo más bajo cuando la ambición se apoderó de ella.
Ahora, con el cuerpo marchito se golpea la cara con patadas de vergüenza, como si el animal de la avaricia que lleva dentro lo pudiera matar con esos golpes de conciencia. Siendo su único remedio la salida más “fácil”: el suicidio. Tragó cianuro que su dinero le facilitó y murió con los brazos cubriendo sus senos, el rostro enjuto, resecó de tanta muerte; su café con cianuro en el suelo esperando a las ratas.
(Ya habrá quien, siquiera, piense en los que luchan por la vida, por el respeto, la libertad, la tolerancia; por los sin nombre que permanecen en su batalla eterna contra los demonios que se han robado y asesinado, a la justicia. Ya habrá tiempos buenos, algún día, cuando este mundo; este país; este estado; esta ciudad; este pueblo abra los ojos a la realidad, a la verdad; cuando abra los “ojos a la vida” digna).
Con las canas sobre la cara asomó la vista por la ventana, pudo ver el centenar de luces amarillentas del pueblo. Sus recuerdos aterradores la enmudecieron; se preguntó a sí misma si todo lo vivido; si lo aprendido, le serviría para saber morir con dignidad.
Con su café amargo se sentó en la cama, lo bebió casi por completo de un sólo trago y arrojó la taza al piso. Se acostó sobre la cama; se abrazó con fuerza, sintiendo el calor de sus manos; el frío de sus labios. Su cuerpo comenzaba a helarse como su amor ya extinto; apagado en sus noche de prostituta, cuando la ambición la hizo olvidar su misión.
Cerró los ojos, los sintió llenos de lagrimas, de olvido; ahora quien se podía acorarse de ella si ella misma se había hecho olvidar. Su cuerpo se estremeció al no poder llorar gritando, escupiendo el asco que sentía; como si eso fuera lo más horrendo de este mundo. Y abrió los ojos de sus ojos; gritó con la voz de su voz; se encontró refundida en su propia cárcel, ignorándolo siempre. Culpando a sus malos amores que con la luna llena se encendían como el fuego de las caricias húmedas de su vientre.
Vio su dinero roído por el maldito desprecio a ella misma, creyendo que ese color dorado de valor único le otorgaría la felicidad y la libertad; que nunca tuvo pero por la cual algún día luchó (Por la libertad, el respeto, la tolerancia, por la vida misma). Siempre buscó y buscó, y cayó lo más bajo cuando la ambición se apoderó de ella.
Ahora, con el cuerpo marchito se golpea la cara con patadas de vergüenza, como si el animal de la avaricia que lleva dentro lo pudiera matar con esos golpes de conciencia. Siendo su único remedio la salida más “fácil”: el suicidio. Tragó cianuro que su dinero le facilitó y murió con los brazos cubriendo sus senos, el rostro enjuto, resecó de tanta muerte; su café con cianuro en el suelo esperando a las ratas.
(Ya habrá quien, siquiera, piense en los que luchan por la vida, por el respeto, la libertad, la tolerancia; por los sin nombre que permanecen en su batalla eterna contra los demonios que se han robado y asesinado, a la justicia. Ya habrá tiempos buenos, algún día, cuando este mundo; este país; este estado; esta ciudad; este pueblo abra los ojos a la realidad, a la verdad; cuando abra los “ojos a la vida” digna).
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